Comentario
Desde época remota el arte efímero ha sido la expresión plástica de la fiesta. Uno de sus rasgos más peculiares era su carácter provisional o transitorio, ya que se trataba de una manifestación artística producto de un acto coyuntural o de un festejo excepcional, bien fuera un triunfo romano, una celebración litúrgica, un fasto cortesano o una representación teatral del Siglo de Oro. Un arte, pues, efímero, de breve existencia por sus materiales perecederos y que, sin embargo, reflejó los gustos y las modas, los ideales estéticos y políticos, la cultura ideológica y visual de un momento histórico determinado.
Aunque fue en el Barroco cuando la práctica festiva, y con ella las producciones efímeras, adquieren todo su esplendor, los inicios de este desarrollo artístico deben situarse en el tránsito entre el Medievo y la Edad Moderna. Los actos paralitúrgicos tardomedievales preconizan el despliegue escénico de la fiesta, destacando una celebración que progresivamente irá afianzándose, el Corpus Christi. Esta procesión estructura desde fechas tempranas uno de los elementos festivos más básicos y esenciales: comitivas, cortejos y séquitos; formas procesionales que se desarrollan en las fiestas cortesanas y religiosas del temprano Renacimiento. Rieron éstas el primer capítulo de un arte fingido que decoró los actos solemnes de las recientes monarquías europeas, una institución que a la par que se fortalecía encontraba en la fiesta el mejor reflejo de su poder.
El nuevo espectáculo quedó teñido por uno de los rasgos más característicos del Renacimiento: el regreso a la Antigüedad. Era una nueva forma de revestir la glorificación del príncipe o del emperador, que se concretó en las entradas triunfales, es decir, en las visitas que monarcas y emperadores realizaron a las distintas ciudades europeas, o en funerales all'antica, pompas fúnebres que exaltaban tanto la fidelidad como la continuidad dinásticas. Para tales ocasiones se levantaron arcos triunfales o catafalcos, arquitecturas para un par de días, elaboradas en gran parte con madera y con revestimientos pictóricos y escultóricos.
Repletos de mensajes simbólicos, procedentes de la literatura emblemática, estos aparatos se convirtieron no sólo en el mejor manifiesto del parangón entre el príncipe y los héroes de la Antigüedad, sino en el soporte de un discurso apologético claramente ligado a la ideología política imperante. Cualquier acontecimiento memorable de la monarquía necesitó el revestimiento adecuado que reflejara la imagen de su poder; de ahí que las fiestas reales comporten un inevitable ritmo biológico entre la vida y la muerte de los príncipes. En el transcurrir vital tienen cabida los hechos más notables: nacimientos, bautizos, bodas, onomásticas, visitas, guerras, subidas al trono, etcétera.
Numerosas cuestiones ha suscitado el vertiginoso desarrollo del arte efímero desde los albores del siglo XVI. En el momento en que se vigorizan en toda Europa las efemérides del contexto cortesano, el lujo y el dispendio, que originaban las manifestaciones ocasionales, deben ser vistos como rasgos propios del mecenazgo coetáneo. Desde un punto de vista estético y desde fechas muy tempranas, las arquitecturas provisionales abanderaron el lenguaje clasicista. Su propio carácter coyuntural las convertía en soluciones experimentales y en el contrapunto de la arquitectura permanente sobre la que se insertaba, ésta con frecuencia todavía dentro de pautas goticistas. Fueron, pues, el reflejo de las posibilidades ideativas de cada período, brindadas por la libertad proyectual de los artistas y por la caducidad, pero también ductibilidad, de los propios materiales, posibilidad que pronto se tradujo en rasgos sorprendentes y en categorías propias del capricho y de la fantasía formal del manierismo.
Pero nada ha quedado de tales escaparates provisionales y, no obstante, podemos reconstruir aquellos escenarios gracias a las detalladas crónicas, descripciones manuscritas, y libros impresos destinados a perpetuar aquellos fastos, una literatura que pervivió durante todo el Antiguo Régimen y que acabó conformando un género especial, el de las "Relaciones". Por la trascendencia y repercusión posterior deben señalarse "El Felicíssimo Viaje del Muy Alto y muy Poderoso Príncipe Don Phelippe, Hijo d'el Emperador Don Carlos Quinto..." y el "Túmulo imperial", escritos por Cristóbal Calvete de la Estrella. Ambas crónicas marcaron las pautas y características narrativas de este tipo de literatura.
La primera, publicada en Amberes en 1551, describe detalladamente los arcos triunfales y aparatos con que las ciudades de Italia y los Países Bajos recibieron al entonces futuro Felipe II. A pesar de no contener estampas, se convirtió en un repertorio de modelos arquitectónicos para las entradas y fiestas reales del seiscientos. La segunda obra, de 1559, es la crónica de los funerales de Carlos V, un impreso con el testimonio gráfico del catafalco que presenta los ingredientes ideológicos e iconográficos de las posteriores "Relaciones" y ceremonias funerarias.